A lo largo de la vida capturamos muchos lugares importantes, momentos que no lo son, personas que nos importan o gente que no volveremos a ver. Pero al fin y al cabo esa es la magia de la fotografía, que todo permanece de alguna manera, queramos o no. Nos hacemos dueños de lo que pasa; parte de los lugares y los amigos que aparecen en una imagen estará con nosotros siempre.
Podemos volver ahí, de donde nunca nos quisimos ir, recordar a la gente que ya no está, recordar momentos alegres, tristes, difíciles.
De alguna forma la fotografía nos hace ser como somos y también es un reflejo de ello, cuando vemos los álbumes familiares nos damos cuenta de cómo hemos crecido, evolucionado, los caminos que hemos tomado y a donde nos han llevado, las buenas y las malas decisiones.
Cuando hago una foto establezco un vínculo con aquello que estoy fotografiando, ya sea un desconocido, un banco, el cielo o una montaña; en ese preciso instante en el que buscas la mejor forma de plasmar la belleza o la falta de ella es cuando empiezas a conocer lo que tienes delante, te fijas en la forma de su cara, en la cantidad de árboles que tiene, te das cuenta de cómo ha cambiado un lugar.
Somos capaces de reflejar lo que sentimos por la manera en la que hacemos fotografía, en un momento triste las fotografías podrían ser de paisaje, resaltando mucho la ausencia de personas; o quizá centrarse en un solo objeto, hacerlo protagonista de la imagen. En otro momento en el que estemos alegres nuestra fotografía estará llena de las personas a las que queremos, o de desconocidos en su cotidianidad. A veces no nos damos cuenta, pero es así, dependiendo de nuestro estado mental nuestra fotografía va a ser diferente
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